Por la Senda del Che
- (Vallegrande, Bolivia)
- 8 may 2017
- 6 Min. de lectura
Mi siesta duró muy poco, una sensación de mantenerme en movimiento me invadía. Una cierta adrenalina motorizaba mi estropeado cuerpo. Después de unos 20 minutos de estar recostado, salte de la cama y me fui a conocer el pueblo. En su centro la catedral más alta de Bolivia se imponía a todas las casitas. Al parecer, en uno de los centros religiosos del país, tuve que salir en busca del Che Guevara. Sin señalizaciones en el pueblo donde había caído el legendario guerrillero y planificador de la economía cubana, libertador de los pueblos de América Latina muerto como tantos otros como Sandino, Martí y miles de militantes por las balas del imperialismo norteamericano. Mi viaje había sido planificado con el objetivo de conocer Vallegrande y La Higuera, últimos lugares donde Ernesto se convirtió en leyenda. Las indicaciones de la posadera fueron demasiado vagas por lo que me tuve que guiar por la gente local que me indicaba con un cierto fuego en los ojos en donde se encontraba el hospital donde fue exhibido por última vez su cuerpo antes de desaparecer. Sobreexcitado iba subiendo las callecitas angostas hasta el sitio histórico. La calle Señor de Malta me atraía hacia el hospital como un gran imán que me mantenía en trance místico.

Al llegar al centro médico, todo recorría su calma cotidiana, algún que otro padeciente levanto su vista para ver a ese extraño sujeto que llegaba con una modesta mochila, botellita de agua y pantalón de un extraño club de fútbol. Nada parecía indicar que ese caído hospital fuera un sitio histórico. En un arrebato de indiscreción, me mande para el fondo del edificio que daba a un patio extenso cubierto de pasto, con árboles altos y dispersos. Un caminito de piedras guiaba a los visitantes hacia un destino incierto, misterioso. Adoquín por adoquín iba subiendo en aquel silencioso lugar. Sobre una pared, un mural me indicaba que estaba en el camino correcto. Un Che Guevara glorioso, con la marcha de los pueblos detrás y rodeado de hojas de coca (símbolo popular de resistencia). El camino lento seguía su subida. Más arriba se podía observar, solitaria, perdida, silenciosa, añeja, altiva, una pequeña casilla. Un mosaico revelaba su mágica identidad. Me acerqué lentamente casi adivinando de qué se trataba, absorbiendo todo lo mágico y misterioso del ambiente. Finalmente llegué. Estaba ahí. Tantas horas de viaje, de esfuerzo, casi sufrimiento, me tenían ahí, frente a la lavandería del hospital donde el ejército boliviano dejo ver por última vez el cuerpo fallecido de Ernesto Guevara, que terminó siendo un Cristo inspirador para las masas oprimidas de Latinoamérica. En silencio y casi sin aire en los pulmones (de la emoción) me quede apoyado en aquella reja que prohibía el ingreso a tan sagrado sitio. Tomé algunas fotos a la distancia y mire a mí alrededor. Más arriba había otra casilla pintada con imágenes guevaristas. Me adentre allí y observé lo que parecía ser aquella camilla que transporto al Che en aquel vuelo en helicóptero desde La Higuera a Vallegrande. Mi cabeza de historiador se sentía maravillado ante tantas reliquias, tocar la historia es como viajar al espacio para un estudioso del sistema planetario. La tarde avanzaba y me decidí a volver al centro del pueblito a buscar como llegar a La Higuera.

Cercano a las 15:30 llegue a la casa de turismo del pueblo y me ofrecieron un “tour guevarista” por 40bs que incluía la visita a la lavandería del hospital (que acababa de conocer), el mausoleo y el museo del Che Guevara, y por último la fosa de Tania Bunke. A eso de las 16hs arrancamos la travesía con una pareja argentina, cuatro franceses y un español siguiendo los pasos del guía.

En taxi nos trasladamos hasta el primer punto: el hospital Señor de Malta. Desandando los pasos de una hora antes, llegamos al último sitio en que se vio el cuerpo de Ernesto sobre la tierra. La explicación del guía le daba un poco más de contenido a la visita. Por ejemplo, nos conto que la famosa foto fue tomada a las 9 A.M. cuando la luz del sol pegaba de lleno en la pequeña lavandería. Nos comento también que el sitio había sido poco visitado durante años, hasta que en 1997, con el hallazgo de los restos de los guerrilleros, el lugar se hizo un poco más concurrido y debieron ponerle una reja protectora del sitio. Esta vez pude entrar en la casilla y mis tripas se contrajeron. Estaba en el lugar de la foto que ocupaba uno de aquellos hombres de verde que presentaban orgullosos a su presa, la más preciada presa.

Salir por el empedrado que nos devolvía a las calles de Vallegrande como en procesión, tomó un nuevo color cuando el cielo empezó a nublarse y a hacer crujir las nubes entre sí. Subimos al taxi y nos dirigimos hasta el mausoleo y el museo. El recorrer aquellas callejuelas y verlas pasar por mi ventanilla con las primeras gotas que se despegaban del cielo me empezaba a hacer vivir todo aquello como una película. Muchas cosas pasan por la cabeza del viajero cuando está en lugares que deseo tanto llegar y por lo que cada esfuerzo comienza a valer la pena. De pronto nos alejamos de las casitas, la zona poblada deja paso al campo abierto donde el sol se filtraba con mucho esfuerzo entre los nubarrones allá a lo lejos. Sobre el taxi la lluvia cada vez mas fuerte.
Entre el cementerio y el aeropuerto en una estrecha franja se extendía el mausoleo al Che Guevara. Un largo camino en subida que pasaba por el frente del museo nos dejaba en un inmenso edificio con forma de capilla. Casi trotando, intentando esquivar las balas de agua que caían del cielo, llegamos a las puertas de aquella estructura. Un cuadro con la cara del guerrillero nos recibía con su sonrisa radiante, canto de esperanza para los pueblos.

Nunca me espere lo inmenso de aquel espacio. Desde el techo se desplegaban cuatro banderas (De Argentina, Cuba, Bolivia y Perú) correspondiente a las nacionalidades de los guerrilleros que fueron allí enterrados por el ejército a la hora de desaparecer sus cuerpos. Debajo de ellas, la tierra excavada mostraba siete tumbas: Ernesto Guevara de la Serna, Alberto Fernández, Juan Pablo Chang, “Willy”, René Martínez Tamayo, Aniceto Reynaga y Orlando Pantoja. Sobre las blancas paredes se colgaban una centena de cuadritos con fotos del Che en diferentes momentos de su vida. El momento fue muy intenso emocionalmente como para intentar describirlo en palabras que nadie puede llegar a sentir de la misma manera, fue uno de los momentos más íntimos y personales junto a otro que viviría unos momentos después.


De allí pasamos al museo, en donde se explicaba el recorrido del Che en Bolivia con el corpus documental extraído de su diario (que venía leyendo desde Sucre para ponerme en contexto). Allí se exhibían algunos uniformes, algunas replicas del diario personal de Ernesto, infografías de mapas y demás objetos que ilustraban el paso del guerrillero. Mientras los franceses miraban el lugar sin poder valorar realmente lo que tenían enfrente (sin comprenderlo quizás), me acerque al guía para charlar un poco bajo la intensa lluvia que empezaba a ceder lentamente. Le pregunté por la concurrencia de público, de cómo era valorado el legado del Che en la zona y de cómo veía la gestión de Evo Morales en la actualidad. Me contó que la concurrencia era mínima, que el lugar no era lo suficientemente reconocido y valorado, que se había convertido en un lugar meramente comercial y que esperaba que este año en el 50º aniversario del asesinato de Ernesto esperaban más visitas. Del gobierno de Evo me repitió lo que venía escuchando en las otras ciudades, que era un gobierno desgastado por la corrupción y me puso el ejemplo del costo que había significado el mausoleo (unos 3 millones de pesos bolivianos) que le parecían irreales. Me contó también de su proyecto de poner una biblioteca que recoja la obra de Ernesto y de los demás intelectuales que forjaron las ideas revolucionarias.

Así, cargado de sentimientos, caminamos bajo la lluvia que se había apaciguado hacia la fosa de Tania. La alemano-argentina que había dedicado sus últimos instantes a combatir al ejército boliviano hasta encontrar su muerte. Su cuerpo había sido encontrado en la cercanía de los otros que integraban su compañía de monte. Entramos por una reja que tenía una frase guevarista y caminamos por un pasillo embarrado, por la reciente lluvia, bajo la custodia de unos pinos de gran altura. La fragancia de la tierra mojada despertaba aun más todos los sentidos. El canto de un pájaro solitario en las alturas le daba un contexto aun más estremecedor. Giramos a la derecha y entramos en una especie de patio bien cuidado en donde se desplegaban en fila las tumbas de los guerrilleros caídos. Enfrentada a los cuerpos masculinos yacía la única mujer de aquel ejército de revolucionarios que soñaron con cambiar Latinoamérica. Un mural perpetuaba la mirada azul de Tania por toda la eternidad, detrás el campo abierto, la inmensidad y el atardecer de un día agitado. Mirando toda esa inmensidad paisajística, se reflejaba en mí la inmensidad de la tragedia que fue aquella expedición. El valor de aquellos que dejaron su vida por el cambio, el cambio real de la injusticia, la desigualdad, la falta de libertad, la opresión que por más de quinientos años sojuzga nuestra América.

Allí parado, totalmente mojado, me quede pensando, mirando lejos, reflexionando, sabiendo que quizás nunca vuelva a pisar aquella tierra húmeda, quizás nunca vuelva a ser como esa vez, con todo lo azaroso y lo impredecible que fue mi llegada hasta ese punto, el más alto de mi viaje nada podría superar aquella sensación (creía), estaba satisfecho conmigo.
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