Barquitos y casitas de Copacabana
- midiarioenbolivia
- 16 jul 2017
- 4 Min. de lectura
Domingo 16 de Enero, 2017
(La Paz, Bolivia)

Después de 3 horas y 270bs de por medio logré la tarjeta verde de ingreso a Bolivia que no había tramitado en la frontera de Villazón. Hay que prestar mucha atención en la frontera por la poca señalización para evitar la multa. La tarjeta era clave para el hospedaje en el Hostel y para poder salir del país. Mi idea de regresar a la Argentina dando la vuelta por Perú y Chile con los gastos que venía afrontando se veía cada vez más lejos. El trámite lo hice en la Dirección de Migraciones y la burocracia se mostró igual de lenta y discriminatoria con el extranjero que en mi país.
Volví al hostel y empaqué con la satisfacción de haberme sacado el peso de la multa de encima. Cuando tuve todo listo hice el Check Out del Loki y de la inmensa ciudad de La Paz. Con solo un paquete de papas fritas encima, tomé uno de los buses que salía de la estación “Cementerio” por unos 25bs con destino a Copacabana.
Conseguí mi lugar en la ventanilla y mientras escuchaba a unas argentinas de buena cuna hablando sin parar a mi lado me sumergí en aquel viaje que prometía ser la cúspide de mi aventura. Copacabana y la Isla del Sol se recuestan sobre el Lago Titicaca (el más alto del mundo). Mis ilusiones corrían en cada kilometro que recorría aquel destartalado bus.
La salida de La Paz se hizo especialmente tormentosa. Las idas y vueltas por las calles de barro de El Alto daban la sensación de que el chofer estaba perdido. A pesar del horror de mis compañeras de asiento, pude comprender mejor la lógica de aquella ciudad que dormía sobre La Paz vigilante, acechante de que los de abajo hicieran las cosas bien para no sufrir la furia de los más pobres. El sentimiento de comunidad se expresaba en la forma comunitaria de la tenencia de la tierra, el ejercicio de la justicia popular, los mercados y la economía de los excluidos.
Ya en la ruta, conseguí dormirme después del día que había tenido. Desperté con la imagen del lago Titicaca y sus comunidades rurales pasando por mi ventana. Ya no quise volver a dormirme. Las granjas, las terrazas de cultivo, las caras alegres que devolvían los habitantes.

Frenamos en Tiquina y… ¡BOLIVIA! Desconcertados nos bajamos todos del bus. Sin entender mucho comencé a seguir al malón de gente que abordaba unas lanchas que se mecían en el puerto de la ciudad. El bus se subió a un ferri y comenzó a cruzar el lago. Hicimos lo mismo todos los pasajeros y cruzamos. Una vez del otro lado, comencé a darme cuenta de que era otra la lógica que guiaba todo lo que sucedía alrededor. Estos ya no eran los bolivianos que picaban las montañas en Potosí, los que cultivaban frutas en Vallegrande, los albañiles de La Paz, los relajados de Sucre. Estos Vivian del lago, de sus barcos, de la pesca y del turismo. El bus volvió a tierra y seguimos la marcha entre las pequeñas sierras que separaban Tiquina de Copacabana. Mis ojos no dejaban de asombrarse.

Llegamos a Copacabana como por atrás. El Titicaca se vislumbraba a lo lejos entre las sierras, pero no tan claro. El bus nos dejo en una de las calles centrales, recogí mi mochila y salí a buscar hostel. Tenía el dato de uno llamado “Mariela” por 15bs la noche, pero nunca lo encontré. Después de mucho buscar por la hora que era, conseguí una habitación simple con baño privado y Wi-Fi por 40bs llamado “Imperio del Sol” sobre la avenida principal. Deje mis cosas y salí a conocer el pueblo.

Tenía en la mente la típica foto que todos se sacaban de Copacabana con la bahía, esa línea que separaba las casitas en la tierra y los barquitos sobre el agua azul. Bajé por la avenida hasta el puerto y el Titicaca se desplegó ante mí como un gran mar. Me acerqué a unos pescadores y pregunte por el mirador de la bahía. Me señalaron la punta del monte que se erguía a mi derecha. Seguí la línea del dedo guía con mis pies y comencé un duro ascenso hasta la cima. La procesión casi religiosa entre cruces valió muchísimo la pena. La vista era espectacular y me canse de sacar fotos.

La soledad me empujaba a hablar más con la gente. Nunca fui muy sociable con extraños, nunca lo necesite pero ahora sí. Conocí a una pareja de La Paz y estuvimos largo rato charlando con la vista como marco del intercambio de historias. Comencé el descenso con el atardecer de postal y en la agitada bajada saludé por cordialidad a una pareja que venía subiendo. Inesperadamente me frenaron diciendo que me conocían, que me habían visto en el Hostel Maya Inn de Sucre. Eran argentinos también y nuevamente la charla se hizo larga. Contento con mi nueva faceta volví a mi habitación para bañarme y buscar un lugar para comer.

Después de librarme del trámite higiénico, volví a la avenida central convertida en peatonal por esas horas. Las promociones de menùes para cenar se confundían con los boletos para conocer la Isla del Sol. Compré mi pasaje para el día siguiente con la esperanza de acampar allí durante una semana, librarme de gastos y poder seguir con el proyecto trazado alguna vez en Buenos Aires.
Mi cena fue una sopa de entrada y una exquisita trucha con su infaltable porción de arroz con helado de postre (20bs). Las voces en el resto, en las calles, el muelle, el mirador y la playa eran argentinas. Al parecer no era el único perdido en aquellas latitudes. Despedí el día temprano para poder tomar el barco a la Isla del Sol a las 8AM del martes.
Comments