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De Vallegrande a La Paz en 24 horas

  • midiarioenbolivia
  • 11 jun 2017
  • 6 Min. de lectura

Viernes 13 de Enero, 2017

(Vallegrande, Bolivia)

Mientras escribo estas líneas caigo en la cuenta que era viernes 13 y rio irónicamente por todo lo que viene. Me levante a las 9 AM. Primer día que duermo bien y arranco descansado. La dueña del hostal me vio bajar las escaleras y lanzó un “pensamos que se había ido”. Parece que dormí de más para la posadera. Todavía despertándome, fui a la terminal a buscar mi pasaje a Cochabamba para las 18hs.

Una vez en la modestísima estación de buses, me ofrecieron un pasaje a Santa Cruz por unos 30bs. Haciendo cálculos me decidí por él. Si tomaba el de Cochabamba a las 18, llegaría a una ciudad desconocida cerca de las 3 de la mañana y con la mala experiencia matutina en Santa Cruz, decidí volver a la ciudad guaraní. Llegaría cerca de las 19 a la gran metrópoli del Oriente y seguramente podría optar por algún pasaje barato y cómodo para llegar a mi destino final: La Paz.


Sin haber desayunado, y prácticamente sin haber cenado, corrí al mercado campesino con mi ticket en el bolsillo para las 13hs. La variedad de frutas con la que me encontré era inmensa, por lo que me quede con tres manzanas a 10bs sin regatear el precio. Calmada el hambre, me volví al hostal a cargar las últimas cosas que me quedaban fuera de la mochila.


Cercano a las 12 del mediodía me acerque a la terminal para esperar tranquilo a que salga mi bus. Después de esperar un buen rato… ¡BOLIVIA! El bus había llegado pero en otro sector del que me habían dicho, por lo que si no hubiera dado una vuelta nunca me habría subido.


Llego a la bodega para cargar mi mochila y el pibe encargado de esa tarea me dice “¿Vas a la terminal? Cárgalo acá”. Mi mente ingenua pensó que era una buena noticia que el bus llegara a la terminal de micros de Santa Cruz, me iba a ahorrar unos pesos en taxi. Optimista subí y me senté en el asiento 8 que estaba vacante (yo tenía el 7 sobre el pasillo). El destartalado bus arrancó su fatigosa marcha de regreso a la gigante del Oriente. Con un calor abrazante, íbamos desandando el camino que hacia 24hs antes había hecho a toda velocidad en la trufi. A su paso lento íbamos cargando campesinos en la puerta de cada pueblo. Iban ocupando los lugares vacios sin tener ticket. Por un momento me sentí parte de toda aquella cotidianeidad. Las familias se iban a Santa Cruz a pasar el fin de semana o simplemente conectaban pueblitos llevando y trayendo mercancías.


El camino iba sinuoso entre valles, las vacas pastaban en el medio de la ruta (literalmente) sin remordimientos. Aparentemente era una práctica común y es que los animales comían del costado de la ruta para no ocupar las pequeñas parcelas cultivadas a pleno.


Cerca del Mataral suben una madre con sus dos hijos y reclaman sus asientos (5, 6 y 8) por lo que me tuve que pasar al 7 en el pasillo. Así fue como viaje el resto del camino con el culo de una campesina en la cara.


Mi compañero resultó ser un chiquillo de unos 10 años, muy simpático y con aires de guía turístico me iba cantando cada pueblito que íbamos atravesando. No voy a poder olvidar la ingenuidad y calidez que encontré en ese pequeño. Recuerdo como asombrados nos pegamos al vidrio para ver un camión con piedras volcado en el medio del camino. Mi amiguito se bajó en Samaipata, allí nos despedimos y nunca más lo volveré a ver.


Llegué a Santa Cruz a las 19hs como estaba estipulado pero nuevamente… ¡BOLIVIA! La “terminal” resultó ser la Plaza Oruro, donde mi aventura en Vallegrande había empezado el día anterior. Bajé del micro y allí estaba mi chofer de la trufi, con la que había llegado a la ciudad del valle, siguiendo su rutina de todos los días. Agarré el primer taxi que vi y un chofer de la misma edad que yo me llevó hasta la terminal real donde salían los buses a La Paz. Pasamos el rato hablando de futbol, viajes y mujeres hasta llegar a la Terminal Bimodal. Un verdadero hormiguero me esperaba. Un ritmo frenético de gritos con oferta de pasajes y gente pasando de un lado a otro creaba un verdadero caos. Llegué a un mostrador donde pedí sin entender mucho de lo que pasaba, mi boleto a La Paz en un dialogo que fue más o menos así:


-¿A la Paz?

- ¡Hay!- me contestó la vendedora que parecía exaltada.

-¿A qué hora sale?- consulte.

- ¡YA!- gritó empezando a tipear en la computadora.

-Bueno, ¿a cuánto?

-130…ya 120

-¿110?

-Ya, nombre, apellido, DNI ¡VAMOS JOVEN!


A las apuradas me dio el ticket, me abrió una puerta a sus espaldas y me largo a una explanada donde estaban todos los buses estacionados, listos para salir. Ubiqué el micro y la vendedora desde atrás me grita “¡VAMOS QUE YA SALE!”. Empecé a buscar a quien me cargue la mochila y nadie aparecía. Pregunté a dos que estaban asomados a la puerta y me miraron con cara extraña como sin entender. “No hablamos español” me dijeron como pudieron. Mi desesperación iba en aumento. Todo había sido muy rápido. Nadie me registraba y en eso otra vez… ¡BOLIVIA! El bus de dos pisos se empezó a mover con la puerta abierta mientras uno de atrás me grita “¡VAMOS ARRIBA!” De un salto entre en el micro con mochila y todo con la ayuda de la pareja de extranjeros que me tiraron para adentro. Así, en cuestión de unos pocos minutos, estaba nuevamente en viaje. Lo que había sucedido era realmente incomprensible e inesperado. Deje mi mochila en un asiento vacío justo al final del pasillo y al lado de mis nuevos amigos.


Sacando a relucir mi inglés del conurbano les pedí si me cuidaban la mochila, a lo cual accedieron excepto de noche mientras dormían (ja…ja…ja). Supe que eran de Luxemburgo (¿Qué hacían en Santa Cruz de la Sierra?) y entendí lo palido de sus caras.

Mi asiento estaba en la planta baja del micro de dos pisos. Era un lugar cómodo para el largo viaje que se venía. Sin embargo, pronto el calor y la humedad, unos niños llorando toda la noche, el hambre que me carcomía las tripas y la lluvia más fuerte que viví en un micro hicieron que el trayecto no sea tan placentero.


Sábado 14 de Enero, 2017

(En viaje)

Me despierto a las 6 AM en Cochabamba, el bus sigue viaje. Ahora hace frío y vamos subiendo por los cerros de Oruro. La Paz cada vez más cerca.

Tenemos una parada cercana a La Paz, salgo a caminar y me pongo a hablar con una mujer nacida en la yunga que me empieza a contar sobre su país. Yo me siento distinto, en una de mis lecturas descubro en el “Diario del Che en Bolivia” que cuando entra al país con una identidad falsa, Ernesto se afeita al ras, unos días después ya instalado en la selva escribe: “La barba me crece y vuelvo a ser yo”. Un poco así me empezaba a sentir. Mi barba empezaba a hacerse más tupida y volvía a recobrar la apariencia que tenía antes de iniciar mi viaje cuando había decidido afeitarme. Esa barba no solo era una cuestión estética, sino que traía la experiencia de una semana en Bolivia y con miles de historias vividas. Ahí parado, charlando en la fría mañana con aquella señora de las yungas sentía sobre mi espalda el peso de la historia que venía escribiendo yo solo, por mis propios medios.

El hambre seguía. Mi dieta a base de Oreo, agua y manzana no era lo más recomendable. La esperanza de llegar, alojarme y comer como un ser humano decente me empujaba a seguir. En mi cabeza todavía daba vueltas la multa de 217bs que tenía que pagar una vez que llegue a La Paz. De Erika no tenía noticias, sin conexión de Wi-Fi por las rutas bolivianas no había chance de contactarme. Era sábado y ella se volvía el domingo a Buenos Aires.

La ruta parecía subir cada vez más, nuevamente los síntomas del soroche volvían pero podía controlarlos mejor. Sorpresivamente, el camino ascendente se detuvo y una gran planicie se extendía ante el bus. “Ya estamos llegando” me anunció la señora de las yungas. Las primeras casas precarias asomaban por la ventanilla. Un cartel indicaba el camino al aeropuerto de El Alto y ya todo empezaba a parecerme familiar. Cada cosa que pasaba detrás del vidrio hacía referencia a algo que había estudiado en mis clases de historia latinoamericana contemporánea. La resistencia en El Alto, el corte de rutas, la toma del aeropuerto. Todo se iba reproduciendo en mi mente. Le iba dando cara, cuerpo y carne a aquellas historias que se ven en los libros. La planicie dio un brusco paso a una pendiente hacia abajo y La Paz apareció como en un pozo con el Illimani de fondo con todo su esplendor. A primera vista me pareció una gran metrópoli, fuerte, pujante y con mucho movimiento.

Finalmente llegué a La Paz, después de tantas peripecias, con un sentimiento ambiguo hacia mi visita a Vallegrande. Con la sensación de haber gastado de más pero con la satisfacción de haber podido por lo menos pisar la tierra santa donde estuvo el Che. Eran las 13hs y el hambre me estaba matando. Tomé un taxi y me fui rápidamente a lo que iba a ser mi guarida por algún tiempo.




 
 
 

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