Cosas de la Gran Ciudad
- midiarioenbolivia
- 2 jul 2017
- 4 Min. de lectura
Sábado 14 de Enero, 2017
(La Paz, Bolivia)
Con las 24hs de viaje de Vallegrande a La Paz encima, salí de la estación con todas mis cosas a cuestas y me subí al primer taxi que vi. “Al Hostel Loki” dije al taxista sin rodeos. Quería llegar. En las 15 cuadras que me separaban del alojamiento, el conductor se hizo espacio para hablarme de Evo y expresar su mal humor con el presidente. “Es un indio que aplica políticas populistas para que la gente lo vote” me dijo con sus manos cobrizas sobre el volante de un destartalado Renault 12 (de los pocos en el país). Un poco entendí la lógica en la que me iba a mover: una ciudad capital, metrópoli de Bolivia donde la clase media le empieza a soltar la mano a los “líderes populares” cansados del clientelismo y la corrupción. No hay que ser muy inteligente para imaginar cómo puede terminar el MAS (partido político gobernante) en las próximas elecciones. Antes de llegar le hice las preguntas de rutina que son obligatorias para todos los taxistas: la lluvia, la inseguridad y el futbol. Satisfecho baje de mi primer encuentro con un paceño.

Casi como en piloto automático pague y entre al Loki Hostel como si fuera un habitué. Las 24hs pesaban más que mi mochila. Al llegar a la recepción, espero que un argentino inconfundible por su tonada haga su “check in” y luego toca mi turno. Habitación de 10 personas por 60bs me parecía un precio razonable en ese momento. La chica que me recibió me atendió con una amabilidad que no había experimentado aun en toda Bolivia y, en mi calamitoso estado, fue una caricia al alma. El gran problema fue cuando me pidieron la tarjeta verde. Si, la que nos habíamos olvidado de hacer con Erika en Villazón. Con la promesa de ir a hacerla el lunes sin falta me dejaron hospedarme.
Una vez completados los datos, me pusieron una cinta en el brazo con un código de barras en donde se cargaban en mi cuenta todos los consumos dentro del hostel (comida, bebida, etc.). Subimos el ascensor la recepcionista, el argentino que estaba adelante mío y yo. Piso 5, habitación 504, cama 5 junto a un increíble ventanal. En la pieza había dos chilenos y un francés. Rodeados de desconocidos la confianza con Fernán, el argentino, fue sellada en el acto. Un par de comentarios de dónde veníamos, futbol, anécdotas de viaje y ya estábamos jugando el mismo juego de viajeros solitarios buscando complicidad para “sobrevivir”.

Comí las ultimas Oreos que quedaban de mi viaje desde Vallegrande con un estomago que pedía a gritos algo diferente. Caí en la cama y me dormí una siesta de tres horas pero necesaria para recuperar y estirar el cuerpo de tanto traqueteo.
Me desperté renovado y salí a conocer la renombrada “La Paz”. El primer choque fue confuso. No fue muy bueno. Todo me parecía una copia de Buenos Aires, de la cual no soy fanático, más bien lo contrario. Podía ver la calle Florida y la Plaza de Mayo en la peatonal Calle de Comercio y en la Plaza Murillo. La muchedumbre, el trafico, las bocinas, todo era caótico comparado con Sucre y Potosí, ni que hablar de Vallegrande donde casi no había autos.

Tenía dos objetivos: conocer la Plaza Murillo junto al Palacio del Quemado y llegar al Mirador de Killi-Killi para ver la ciudad desde arriba. Los primeros lugares no me deslumbraron, se llevaron sus fotos de rutina del monumento de la Plaza, el palacio de gobierno y la Catedral. Preferí seguir camino al mirador donde presentía que me iba a maravillar. Y así fue, ver a la gran ciudad desde arriba valía la pesada subida que tuve que enfrentar. Se podía ver el centro neurálgico, el estadio nacional, y El Alto que lo dominaba todo alrededor.

La Paz está ubicada como en un pozo en el altiplano boliviano. Sobre las laderas de aquel hueco en la tierra se apoya lo que se llama El Alto. Los habitantes de este último lugar se reconocen como diferentes a los paceños a pesar de que ambas ciudades están pegadas. Incluso en mi sesión de fotos pude cruzar charla con un policía que cuidaba de los turistas y me contó con orgullo su pertenencia a El Alto.
-¿Todo eso lo construyeron ustedes?- Pregunté dándole espacio para que pueda inflar su pecho al contestar.
-Pues, si – la reacción esperada se manifestó en su sonrisa- nosotros construimos todo eso sin ayuda de nadie, nosotros nos gobernamos a nosotros mismos. El Estado no entra-.
Mire una vez más a la postal que tenia frente a mis ojos. El Illimani, el cerro que dominaba la ciudad se escondía detrás de unas pesadas nubes de lluvia.
-¿Ese también lo pusieron ustedes ahí?- le dije señalando la inmensa montaña y riendo.
-¡Si también!- Contesto casi a carcajadas-.
Yo sabía que El Alto había sido el bastión de la resistencia popular en 2003 cuando habían bloqueado la ciudad en lo que se llamó la “Guerra del Gas” y que las tradiciones autonomistas de los emigrados del campo y las minas durante la gran expulsión de mano de obra de los años `90 eran el pilar fundamental de la nueva organización comunitaria allá arriba, más cerca del cielo que la alta burguesía que apolillaba en el barrio sur.

Cargado de visiones ópticas e ideológicas nuevas, me volví para el Hostel Loki en donde empezaba a ver un micro-mundo diferente a lo que me rodeaba en las calles. Cuando llegue había dos argentinos nuevos, Andrea y Edu que venían de Formosa. Cambiamos un par de palabras y baje a comer a un restaurante por ¡7bs! una sopa, milanesa con el infaltable arroz y ensalada, con un mate cocido de postre. Con la panza llena de comida real volví nuevamente a lo que empezaba a ser mi guarida.
Los formoseños me invitan a una cerveza en el bar del Hostel pero me negué con dolor. Mis planes para el día siguiente empezaban bien temprano. Satisfecho de mi día, me fui a dormir con una tremenda fiesta que sonaba del piso 7 donde estaba el bar. Mi aventura del día siguiente valía más la pena que un poco de alcohol y música. Los ecos de Tiawanaku sonaban más fuerte que todo lo que pudiera escuchar en pleno sueño.
Gastos:
Taxi: 20bs
Cena: 7bs
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