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La Isla del Sol, donde todo comenzó

  • midiarioenbolivia
  • 23 jul 2017
  • 5 Min. de lectura

Martes 17 de Enero, 2017

(Isla del Sol, Bolivia)

El día empezó con una fuerte lluvia y desisto de mi idea original de acampar en la isla. Me había levantado medio justo con el tiempo, por lo que desarme todo lo que había preparado la noche anterior y preparé una mochila con las cosas elementales. Miré por la ventana y me di cuenta que la lluvia había desencadenado en una tormenta, por lo que todas mis cosas de papel (libros, diario, mapa, plata) quedaron en la habitación bajo llave.


Cuando salí a la calle, el peso del agua me aplastaba contra el piso. Temiendo que el barco no saliera por el temporal, aceleré el paso. En el camino, siento que me gritan desde atrás llamándome por mi nombre. Me di vuelta sorprendido de que alguien me reconociera a tantos kilómetros de casa. Eran Edu y Andrea, los formoseños que había conocido en el Loki de La Paz. Nos saludamos rápidamente y bajamos al puerto.


El Titicaca se bamboleaba de un lado para otro. Los argentinos consiguieron abordar su barco que estaba a unos pocos metros, pero el mío se encontraba en la otra punta de la Bahía, pegada al Monte Calvario. Caminé entre ríos de agua y barro hasta llegar a un hombre con un inútil paraguas que cortaba los tickets. Le pregunte si tenía boletos de vuelta, pero me dijo que eso lo tenía que arreglar con el capitán. Subí entonces al barco y busque asiento frente a la ventanilla. El cuerpo mojado y el frio que llegaba a los huesos eran nada con los movimientos que hacía la lancha. Mirando por la ventana, odiando mi suerte, tuve casi una revelación un arcoíris sobre el agua que me esperanzó para lo que venía.

Después de casi una hora de navegación, la lluvia paró y puede subir al techo del barco. Allí compartí la llegada a la Isla del Sol con un grupo de turistas de Santa Fe, dos brasileños, un español y dos alemanas (que vivían en Buenos Aires). Nos fuimos arrimando despacio a ese pedazo de tierra emergido del lago y las terrazas de cultivo iluminadas por el primer sol de la mañana ya empezaban a hacer su hechizo sobre mis ojos. Dimos un rodeo a la isla y llegamos al lado norte en donde se suponía que podía acampar y yo no había llevado mi carpa por la tormenta. Antes de bajar consulté con el capitán del barco a qué hora salía el ultimo bote a Copacabana y me respondió que a las 15hs. Tenía tiempo entonces de almorzar y recorrer el lado norte.

Allí nos recibió Franco, el guía aymara que nos hizo comprender la importancia de la Isla para todo el mundo andino. Todo comenzó allí para los Inkas y de ahí se expandieron por toda la región. Hicimos el tour con él y visitamos los centros de energía más importantes, como el lugar del nacimiento del Sol. La caminata entre las terrazas de cultivo de las comunidades, los animales libres, los niños corriendo y la paz que se respiraba hacían volar mi cabeza. Otro mundo era posible lejos de los ruidos de la gran ciudad.

Una vez finalizado el recorrido por el lado norte, existían dos alternativas para llegar al lado Sur: en barco o caminando por sobre la isla. Elegí la segunda alternativa, pero me resistí a pagar el peaje de 15bs que me querían cobrar los locales por falta de dinero y porque me pareció un abuso. Me decidí a pasar el mediodía, hasta las tres de la tarde en una playa de arena blanca que había visto y llamado poderosamente la atención. Sobre uno de los costados barrancosos de la playa se veía una cueva enorme y ante la negativa del guía de contarme si había algo allí, decidí bajar y comprobarlo por mi cuenta.

Llegué a la Playa de las Sirenas, en el lago más alto del mundo. Me saqué las ganas de mojar mis pies en el cielo y me preparé para ir a inspeccionar aquella cueva. Edmundo Pacheco me había llenado de historias de túneles secretos que conectaban Tiawanaku con la Isla del Sol. Túneles cargados de energía que ningún ser humano debía utilizar sin la sabiduría impartida en los grandes templos. Caminé entre rocas y huesos. Toda la playa estaba repleta de cadáveres de gaviotas. Las voces de los turistas de la playa de arena se dejaban de escuchar. Un intrigante silencio, interrumpido solamente por las olas que pegaban sobre las rocas. Fue tan solo traspasar un amontonamiento de piedras que obstruían el paso, cuando se escucho un grito. Miré para todos lados sin saber de dónde venía. Dos pasos más y otro grito sobre mí. Levanté la vista y una gaviota planeaba amenazante sobre mí. Otro grito más y ya eran dos y tres las que pasaban en vuelo rasante sobre mi cabeza. Ante la amenaza de aquellas aves decidí dar marcha atrás y dejar las cosas como estaban. Estaba seguro que en esa cueva había algo, quizás no vuelva a saberlo pero una piedra en el suelo me confirmó que algo se escondía en la oscuridad.

Volví al pequeño pueblo del lado norte de la Isla. Era temprano pero me puse a buscar el boleto para la vuelta a Copacabana. Al llegar a la boletería, la veo cerrada. Doy media vuelta y empiezo a buscar entre los barcos a alguien que me indique pero nadie se hacía presente. En uno de los botes había un gran alboroto. Me acerco tímidamente y pregunto por los barcos de regreso.


-No amiguito, no salen hasta mañana- me dijo uno de los guías bastante ebrio.


El mundo se me vino abajo. Tendría que pasar la noche ahí con los últimos 100bs en mi bolsillo, de los cuales 35bs eran para el regreso. La fama de los precios para turistas en los hostales de la Isla es bien conocida. Me puse a buscar y después de desesperantes minutos me quedé en una casa de familia que ofrecía una habitación con tres camas.

Me metí ahí, me sentía inseguro de todo. En mi habitación en Copacabana habían quedado mis cosas, mi plata. Temía que en la limpieza del día siguiente me robaran todo. Con un nudo de angustia me dormí y pase todo el día en la cama resguardando el codiciado lugar por el que los viajeros se arrancaban los ojos.

Me desperté cerca de las 19hs y salí a buscar algo para comer en la playa. Allí me calme un poco y me entregué a disfrutar del atardecer. Volví a mi cama para dormirme y escapar al día siguiente de la Isla que me había dejado un sabor amargo a pesar de todo lo bello que allí se ve. Ojala algún día vuelva con otras energías.


 
 
 

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